Por H A Ironside.

No estoy pensando en ningún texto en particular, pero he
estado considerando cinco pasajes en el nuevo testamento donde tenemos la misma
frase, “Él se dio a sí mismo”.
Quiero que juntos meditemos en estas escrituras. El que se dio a sí mismo es el
Señor Jesucristo. Quiero que tomen nota acerca de qué fue lo que le impulsó a
hacer esto.
En la epístola a los Gálatas,
capítulo 2, versículo 20, el apóstol Pablo escribe: “Con
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y
lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me
amó y se entregó a sí mismo por mí”.
Observemos la nota personal. Pablo había sido un perseguidor
acérrimo del pueblo de Dios. Había sido un enemigo de la cruz de Cristo. Pero
un día sus ojos fueron abiertos y de repente se dio cuenta que aquel que murió
en la cruz, lo hizo por él; que Cristo había tomado su lugar y que era el amor
lo que le impulsó a ir a esa muerte vergonzosa. Desde ese instante el corazón
de Saulo de tarso se llenó de adoración y gratitud hacia el Señor Jesucristo.
Hasta el fin de su vida fue siempre su gran gozo poder dar pruebas, por medio
de una vida de servicio, de su gran amor por aquel que tanto le había amado.
Veamos cómo habla de El: “El
hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. He aquí el
corazón del evangelio “asimismo por mí”,
esto es sustitución. Algunos creen que, porque no encontramos la palabra
sustitución en la Biblia, entonces ni el significado de ella ni el hecho mismo
están allí. Así nos hablan de expiación por otros medios, tales como el
ejemplo, o el amor conciliador que hace que los hombres se vuelvan a Dios con
adoración sencillamente a causa de su bondad demostrada al buscarlos en la
persona de su Hijo. Pero no, la palabra de Dios es enfática. Era el Hijo
bendito y eterno de Dios, el Señor Jesucristo, quien se hizo hombre para poder
redimirnos, entregándose en nuestro lugar.
“El hijo de Dios me amó y se
entregó a sí mismo por mí”. Este es el lenguaje de la fe. Cuando un
pecador, pobre y necesitado, mira la cruz, y ve al bendito Salvador suspendido
allí, dice: “Estuvo allí por mí; fueron mis pecados los que le llevaron allí, y
era con el fin de que yo pudiera ser apto para estar en la presencia de Dios
que penetró en la obscuridad y sufrió el juicio de Dios. Él es mi sustituto. “El hijo de Dios me amo y se entregó a sí mismo por mí”.
Pero no es tan sólo por mí, es también por nosotros. En la epístola a los Efesios, en el capítulo 5, versículo 2,
leemos: “Y andad en amor, como también Cristo nos
amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor
fragante”.
Doy gracias a Dios que al pensar en el Don de la gracia de
Dios en la persona de su Hijo, no tengo que limitarlo tan sólo algún pequeño
grupito, como sí el Señor Jesús hubiera muerto por un pequeño grupo
escogido.
“Él se entregó a sí mismo por
nosotros”. Yo puedo dirigirme a todas las personas que habitan este
inmenso mundo, sean salvas o no, y decirles con la autoridad de la palabra de
Dios que, “Él se entregó a sí mismo por nosotros”,
por todos nosotros. Ya seas judío o gentil, seas muy religioso o no te ocupes
de la religión, yo quiero decirte que “El Hijo de
Dios se entregó a sí mismo por nosotros”. Él nos vio en nuestra
condición perdida y fue a la cruz del Gólgota para redimirnos.
Así también lo expresa el profeta Isaías. Él podía mirar a
través de los siglos, y por la fe vio la escena del Gólgota, y exclamó: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por
nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos
nosotros curados”. Isaías 53:5.
Recuerdo que hace unos años fui a una ciudad en Minnesota
para celebrar unas reuniones. Mi esposa y mi hijito mayor me acompañaron.
Cuando llegamos, un escocés grande y robusto que nos esperaba nos dijo: “vengan
conmigo; ustedes se hospedarán en mi casa y comerán con los McKenzie que viven
al frente”.
Recuerdo que un día salíamos para ir a la reunión que se
celebraba por la tarde, y había una hija de la familia que todavía no había
aceptado al Señor Jesucristo como su Salvador. La Madre nos dijo: “¿Quieren
orar por Juana? Ella conoce el camino, pero hay algo que le impide aceptarlo.
Dice que es joven y que quiere divertirse”. Oramos por ella, y mientras
predicaba esa tarde en la gran carpa no podía quitar mi vista de Juana, que
estaba al fondo de la misma, escuchando atentamente el mensaje. Cuando hubo
terminado la reunión yo creí que Juana se encontraría entre aquellos que
recibieron al Señor Jesús como su Salvador. Pero vi que se levantó y salió
apresuradamente, y me sentí un poco desilusionado. Cuando terminé de hablar con
los que se habían quedado, regresé a la casa. Cuando abrí la puerta vi a mi
esposa sentada con la Biblia abierta, y a su lado estaba Juana. Mi esposa me
dijo: “Ven con nosotras; estoy tratando de mostrarle a Juana que Cristo murió
por nosotros, pero parece que ella no puede comprenderlo”.
Me senté con ellas y le dije algo similar a esto: “Juana, tú
conoces el evangelio, ¿no es así?” “Sí, me respondió, creo que lo conozco”.
“¿Qué es el evangelio?” “Pues, que Cristo murió por nuestros pecados conforme a
las escrituras”. Y mi esposa dijo, “Le he estado mostrando el capítulo 53 de Isaías”. La Biblia estaba abierta en ese lugar y le dije “Mira,
aquí está: Mas él herido fue por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre
él, y por su llaga fuimos nosotros curados. ¿no lo entiendes Juana?
Cristo murió por ti; el tomo tu lugar y el llevó el juicio divino por nuestros
pecados”.
“Puedo ver lo que está escrito,” contestó, “Pero no puedo
aplicarlo personalmente. Parece que no me atañe a mí”.
Nos arrodillamos y oramos que el mismo Espíritu de Dios le
revelara la gran verdad de la obra sustitutoria de la cruz. Entonces le dije:
“Juana, mientras estamos arrodillados, quiero que leas las palabras y nosotros
oraremos para que el Espíritu Santo te las revele”.
Ella leyó: “Mas él herido fue
por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz
fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. Entonces contestó: “Yo lo entiendo, pero no puedo
apropiármelo”.
“Tal vez podrías leerlo nuevamente, cambiando el pronombre a
la primera persona del singular. Léelo así: “El herido fue por mis rebeliones;
porque en realidad quiere decir esto. Él fue herido por las rebeliones de
todos, las tuyas y las mías. Léelas nuevamente”.
Ella comenzó a leer, “El herido fue por mis rebeliones”. Se
detuvo y empezó a llorar. Se secó las lágrimas y siguió leyendo, “Molido por
mis pecados”, y se detuvo nuevamente. Y leyó después, “El castigo de mi paz fue
sobre El”, y luego lanzó un grito, “Oh, ¡ahora lo veo! por sus llagas soy
curada”.
En un instante la luz había penetrado en ese corazón
entenebrecido. Ella vio que el Señor Jesús era su sustituto. Él había tomado su
lugar. Dimos gracias a Dios y entonces Juana dijo que tenía que ir a contarlo a
la Madre. Ella no sabía que su Madre había estado parada fuera de la ventana y
había oído todo lo que había sucedido. Salió por la puerta y atravesó el jardín
hasta que se echó en los brazos de la Madre. “¡oh, Madre, Madre, soy salva; por
sus llagas soy curada! ¡qué gozo trajo esta declaración al corazón de la Madre,
y todos juntos pudimos regocijarnos!
Ahora puedes ver lo que significa la sustitución. Es el
corazón y el todo del evangelio. A una pobre anciana se le preguntó: “Dina, tú
siempre estás hablando de que eres salva por la obra expiatoria de Cristo. Pero
¿sabes lo que esta frase significa?
La anciana levantó la vista y dijo: “Señor, por cierto que
entiendo la frase. Significa esto: El o yo teníamos que morir. Él murió, así
que yo no tengo que morir”.
“El Hijo de Dios me amó y se dio
a sí mismo por mí”. Se dio a sí mismo por nuestros pecados.
A continuación, se menciona un grupo especial por el cual se
dio a sí mismo. En el versículo 25
del capítulo cinco a los Efesios leemos: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a
la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella”.
Cuando lleguemos al cielo, cuando los que hemos sido
redimidos para Dios por su preciosa sangre, seamos presentados sin mancha en la
presencia de nuestro esposo celestial, miraremos su rostro y podremos decir, “El Hijo de Dios amó a la iglesia y se entregó a sí mismo
por ella”.
Recuerden ustedes lo que se cuenta de uno de los generales
de Ciro el grande, rey de Persia, él que en la providencia de Dios derrocó al
gran imperio babilónico. Uno de sus generales al volver de una campaña se
horrorizó al saber que, durante su ausencia, su esposa había sido arrestada y
que se consumía en la cárcel acusada de traición contra su patria, y que el
juicio se llevaría a cabo ese mismo día. El General se apresuró a ir hasta el
tribunal de Ciro y allí vio que su amada esposa era traída por los guardias. La
pobre mujer, pálida y ansiosa, trató de justificarse ante los cargos que se le
hacían, pero todo sin éxito. Su esposo, que estaba parado cerca de ella, oyó
que el mandatario persa pronunció la sentencia de muerte con voz dura y severa.
De inmediato, cuando se disponían a llevarla a ser decapitada, el esposo se
adelantó y se arrojó a los pies del emperador. “¡oh Señor! Exclamó, “¡No ella,
sino yo! Permita que de mi vida por la de ella. Máteme a mí, pero perdone a mi
mujer”. Y cuando Ciro lo miró, fue tan conmovido por su devoción y amor hacia
su esposa que su corazón fue enternecido. Recordó también cuán fiel había sido
este servidor y dio órdenes que la esposa fuera liberada. La mujer fue
perdonada ampliamente. Mientras su esposo la conducía fuera de la habitación, él
le dijo, “¿Notaste la bondad en los ojos del emperador al otorgarte la
liberación?” ella le contestó, “No vi la cara del emperador. El único rostro
que yo podía ver era el del hombre que estaba dispuesto a morir por mí”.
Cuando lleguemos a nuestro hogar celestial y veamos el
rostro del hombre que murió por nosotros, ¡nuestros corazones se llenarán de
alabanza! Como nos regocijaremos en su presencia al decir: “¡El hijo de Dios me amo y se entregó a sí mismo por mí!”
Es necesario que nos demos cuenta que él murió no sólo para
librarnos del juicio que merecían nuestros pecados. Él murió por nosotros con
el fin de librarnos del poder y de la contaminación del pecado en esta vida
presente. En Gálatas 1:4 encontramos
lo siguiente:
“El cual se dio a sí mismo por
nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad
de nuestro Dios y Padre”.
Se dio a sí mismo por nuestros pecados pasados no tan
solamente para que nuestros pecados pasados sean perdonados, ni para que
podamos presentarnos justificados ante su presencia en el futuro, sino con el
fin de que el poder del pecado sea quebrantado en nuestras vidas, para que
Satanás ya no tenga autoridad sobre nosotros, para que seamos hombres y mujeres
libres, viviendo aquí para la gloria del Señor Jesús.
Esta es una de las verdades que quiero hacer resaltar,
especialmente a aquellos que hace poco tiempo han llegado a conocer al Señor
Jesús como su Salvador.
Querido joven creyente, que no te satisfaga el conocimiento
de que has sido salvado de la condenación eterna, aunque por cierto que es una
gran bendición, sino que día tras día camina tan cerca de Dios, que puedas ser
librado de pecar, y que toda tu vida pueda ser tal que le traiga alabanza y
gloria a Él.
Después de todo lo que hemos dicho, alguno podrá decir: “Es
cierto que dice que él se dio a sí mismo por nosotros, y que se entregó a sí
mismo por la iglesia, y que se dio a sí mismo por nuestros pecados; pero
¿podemos estar seguros que esto abarca a todos?
¿no es posible que él estuviera pensando en algún grupo especial y
selecto cuando se entregó a sí mismo? Y si nosotros no pertenecemos a ese
determinado grupo, ¿qué derecho tenemos de ir a él y esperar que el haga algo
por nosotros?” la contestación la encontraremos en la primera epístola a Timoteo, capítulo
2, y versículos 5 y 6:
“Porque hay un solo Dios, y un
solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí
mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo”.
Mis queridos amigos, no permitan que nada disminuya el
concepto de la amplitud de la obra de nuestro Señor Jesucristo. “El cual se dio a sí mismo en rescate por todos”.
No pretendas ver allí lo que no dice. Algunos dicen: “Bien, por supuesto, usted
sabe que aquí deben agregarse las palabras “Los elegidos”. Oh, no, Dios no
necesita que le ayudemos. Él sabe lo que tiene que decir y sabe cómo decirlo.
Cuando él dice: “se dio a sí mismo en rescate por
todos”, quiere que lo entiendas exactamente cómo está escrito.
Solían contar acerca de cierto Profesor de teología del
seminario de Princeton en los días cuando Princeton era conocida por su
creencia en lo que ellos llamaban “Una expiación limitada”. Un día uno de los
estudiantes levantó la vista y dijo: “Sr. Profesor, ¿cuál es nuestra posición
en este seminario en cuanto a la expiación?”
El maestro contestó, “Pues, estamos de parte del Doctor tal;
predicamos la teología del Doctor tal, y el enseñaba una expiación limitada;
que Cristo murió solamente para los elegidos”.
Entonces agregó el alumno, “¿Que enseñan en el seminario New
Haven en Connecticut al respecto? (el seminario de New Haven era conocido como
fundamentalista).
El Profesor contestó: “Oh, allá enseñan que de tal manera amo Dios al mundo, que ha dado a su hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida
eterna”.
“Oh”, dijo el alumno, “Yo aceptaré esas palabras porque son
lo que dice la Biblia. No es solamente la doctrina del New Haven; es la palabra
de Dios”.
Lo mismo te digo a ti, no importa quién seas. El Señor Jesús
se dio a sí mismo en rescate por todos. En
la cruz del Gólgota deshizo el pecado por el sacrificio de sí mismo. Esto
significa que cuando Él se presentó como sustituto de la humanidad culpable,
terminó la obra que satisfizo la demanda justa del trono de Dios y satisfizo
todas las demandas de su santidad, para que descansando en ella, cualquier
pecador en todo el mundo que se allega a Cristo y le acepta, sea salvo
basándose en la obra sustitutoria de nuestro Señor Jesucristo. Esta es la
doctrina de la expiación tal como la tenemos en la Biblia. No hay otra en este
bendito libro, y por lo tanto te pregunto si ya la has aceptado. Hay muchos que
saben acerca de la expiación, pero que nunca la han creído ni la han aceptado.
Se cuenta de un veterano de la guerra civil que estaba
viviendo en la máxima miseria. Las autoridades lo encontraron en un estado tan
deplorable, que decidieron llevarlo a una granja en el campo que tenían para
tales casos. Uno de ellos se fijó en algo que colgaba de la pared. No era un
cuadro; parecía un documento. Lo descolgó, lo miró y dijo al hombre; “¿qué es
esto, amigo?” el pobre hombre contestó, “Eso me lo mandó el Presidente Lincoln
personalmente y lo guardé porque tiene su firma”.
Era un cheque. No recuerdo la suma, pero era un cheque que
representaba una pensión, firmada por el Presidente y enviada a este hombre,
años antes. En vez de cobrar el cheque, el pobre hombre lo había guardado y lo
había colgado en la pared. Con el correr de los años aumentaba su pobreza hasta
que llegó a ser candidato para el asilo. Aunque el cheque ya estaba vencido,
sin embargo, el gobierno de Washington estaba dispuesto a pagar la suma
mencionada en el mismo y así hubo suficiente dinero para que el hombre pasara
una vejez tranquila y cómoda.
¡Oh, no te contentes con saber acerca de la obra de
sustitución llevada a cabo por el Señor Jesucristo, sino ven a él personalmente
y confía en el cómo tu Salvador! Acéptale a Él. Él
se dio a sí mismo en rescate por todos.